La amapola es una fantástica puerta de entrada temática hacia territorios emblemáticos de la guerra contra las drogas en México. En nuestro proyecto, los cultivos de amapola no son un fin analítico en sí mismo, sino una invitación a entender mejor las dinámicas sociales y políticas que conforman la vida de decenas de miles de familias no solamente en las sierras mexicanas, sino también en las capitales de estados como Guerrero, Sinaloa, Durango o Nayarit.
Estudiamos territorios mexicanos inmersos en una situación política paradójica: el aislamiento y la integración simultáneos. En efecto, las zonas de producción de amapola están mal conectadas con el resto del país, principalmente por el pésimo estado - o la ausencia - de rutas y servicios de transporte. Sin embargo, este aislamiento no impide que las sierras representen algunos de los territorios más importantes de la guerra contra las drogas, tanto a nivel nacional como internacional.
La paradoja aparece entonces de forma evidente. Son territorios marginados, pero articulados con una actividad ilegal que genera ganancias espectaculares y conecta las calles de Nueva York, Los Ángeles o Chicago con las barrancas de la Sierra Madre occidental y del sur: el tráfico de drogas, en este caso de heroína.
Nuestro trabajo, a partir de una escala local, busca tejer los puentes entre estos diferentes mundos. Las conexiones que se hacen y se deshacen a escala regional, nacional e internacional. La amapola nos sirve para revelar y analizar dinámicas laborales, migratorias, de circulación del dinero, de integración desigual a mercados agrícolas e industriales, y del impacto local de las políticas públicas de seguridad.
Nuestro proyecto usa metodologías académicas y herramientas de sociología para:
Producir evidencia a partir del trabajo de campo, fuentes de primera mano y el tratamiento de datos cuantitativos originales;
Cuestionar los mitos y las narrativas que generalmente cuentan, más que analizan, el peso político de los cultivos ilícitos en México;
Desentrañar lo que representa concretamente la guerra contra las drogas en ciertos de sus territorios más emblemáticos de México;
Entender lo que nos dicen los cultivos ilícitos del desarrollo económico del país, del papel del Estado respecto a algunos de sus ciudadanos más olvidados, y del estigma puesto sobre regiones y poblaciones enteras – los guerrerenses y sinaloenses broncos, narcos, salvajes y violentos.
Presento aquí los ejes de esta primera entrega del proyecto, dedicada al estudio de las dinámicas políticas, económicas y culturas del cultivo de amapola en México.
Dejamos de lado, a propósito, las cuestiones de violencia, seguridad y militarización. Las analizaremos en una segunda entrega, a partir del mes de abril. Esto no quiere decir que estemos negando el peso que tiene la coerción ejercida por una multitud de actores públicos y privados. La violencia está siempre presente. Lo que quisimos hacer fue cambiar el enfoque para arrojar una luz diferente sobre temáticas que tienden a desaparecer de los análisis, a favor del narco.
Cuatro ideas y tres mitos acerca de la amapola en México
No se pueden entender los cultivos ilícitos sin tomar en cuenta cuatro ideas centrales:
La historia y las características socio-económicas de los territorios en los cuales se desarrollan;
El peso de la ilegalidad en la vida cotidiana de los campesinos;
Las interacciones e interdependencias que existen entre las economías legales e ilegales;
La forma de gobernar del Estado mexicano en zonas marcadas tanto por la guerra contra las drogas durante los últimos cincuenta años, como por las reformas estructurales emprendidas a partir de los años 1980.
Luego, es importante romper tres mitos para entrar en este tema complejo.
Primero, no todos los cultivos se encuentran en parcelas escondidas e imposibles de acceso. En muchas zonas de Guerrero y Sinaloa, cuando el precio de la goma es alto, hay amapola en los patios de las casas, en parcelas abiertas y a pocos metros de las rutas. Están a la vista de todos, incluso de las autoridades encargadas de luchar contra su producción.
Por consecuente, la producción de amapola no es ningún secreto. En las zonas de producción, toda la población sabe dónde, quién y cuándo se cultiva. Esto, de nuevo, incluye a las autoridades y fuerzas públicas. El boom de los cultivos ilícitos, entonces, no se da a espaldas del Estado. Si las autoridades quisieran erradicar el 100% de la producción mexicana, lo harían en una semana. Los cultivos ilícitos, entonces, cumplen con intereses políticos, económicos y sociales que no se estudian lo suficiente. El narcotráfico es parte del Estado mexicano.
Finalmente, es importante recalcar que en México la producción de amapola no tiene raíz tradicional, en el sentido autóctono, endémico e histórico de la palabra. Es un fenómeno económico: una producción, alimentada por un mercado. No impide que la flor se haya integrado a prácticas culturales, pero es importante evitar cualquier visión romántica acerca de la amapola. Ninguno de nuestros interlocutores habla de ella fuera de una tarea laboral y una necesidad económica, y nadie la defiende culturalmente.
I. Amapola, economía de mercado e incertidumbre
En México, el narcotráfico debe analizarse a través de una perspectiva histórica, íntimamente vinculada con la formación y el desarrollo del Estado mexicano, y la forma en que se ejerce el poder en el país.
El giro político y económico culminado por la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN – 1994) juega un papel fundamental en el boom de la producción y del tráfico de drogas. Las reformas estructurales implementadas a partir de los años 1980 - que nunca se revirtieron - apoyaron a la agroindustria de exportación y convirtieron a la mayoría de los territorios que estudiamos en zonas excluidas del mercado global legal.
Por ende, como lo muestra el capitulo de Irene Alvarez, los cultivos ilícitos pueden entenderse como una adaptación a las políticas económicas y sociales. De hecho, el auge de la producción de amapola coincide con las reformas estructurales. Esto nos permite entender un punto fundamental: los cultivos ilícitos no son el producto de la ausencia del Estado, sino un efecto del papel que asume en estas regiones. Entonces, los amapoleros – y en cierta medida los narcotraficantes – pueden verse como grupos sociales que buscan integrarse a la economía de mercado que se les ofrece.
Nuestro trabajo ofrece entonces una doble observación central. Si para los campesinos ninguna actividad productiva es tan rentable como la amapola, nadie, ni los cultivadores ni los analistas, habían previsto la crisis del mercado de la goma tal y como se dio entre 2017 y 2020. Parecemos estar poco preparados a conceptualizar la idea de una crisis del mercado de las drogas, tan acostumbrados – quizás obsesionados - que estamos con su supuesta expansión, rentabilidad y vitalidad perpetuas.
De ahí que sea tan importante cuestionar la rentabilidad de las drogas. Los estudios sobre el narcotráfico tienden a sobrevaluar las ganancias que genera. No solo alimentan mitos inverificables, sino que nunca analizan la forma en que se produce y reparte la riqueza – la cadena de valor - de la economía de las drogas, así como su importancia en el panorama agrícola nacional, como lo analiza el texto de Paul Frissard Mártinez.
Es fundamental cuestionar las particularidades de la amapola como riqueza cuya rentabilidad es “anormal”. El capítulo de Romain Le Cour Grandmaison sobre Guerrero muestra como el dinero las drogas representa un recurso que rompe con los marcos de ganancia de las actividades rurales lícitas. Por ende, cuando concierne decenas de miles de familias en regiones enteras del país, la amapola transforma de forma drástica las formas de consumo, los equilibrios sociales, familiares, industriales y económicos.
Eso sí, las modalidades del aprovechamiento de la amapola son variadas. El dinero no se invierte igual según las condiciones socio-económicas de los diferentes territorios y de sus habitantes. Tampoco dentro de las comunidades todas las familias amapoleras viven igual. Es lo que muestra Irene Álvarez en su texto sobre Guerrero, rompiendo con la visión a veces romantizada de los campesinos amapoleros como comunidad social homogénea. Al contrario, la amapola revela las desigualdades que pre-existen a su implantación y desarrollo.
Nuestro proyecto muestra un mundo construido sobre una infinita sucesión de actores - públicos y privados - que vinculan a los campesinos con los mercados de consumo. Miles de kilómetros y decenas de intermediarios. En base a esta organización laboral, los campesinos se fueron convirtiendo en una mano de obra especializada en la amapola: cultivadores, peones, rayadores, corredores, acopiadores, cocineros de heroína, transportistas, traficantes o sicarios. Ramos enteros de una industria que ya le ha dado trabajo a cuatro o cinco generaciones de mexicanos.
En esta división del trabajo, cada intermediario cobra una cuota y cada etapa de transformación y transporte del producto multiplica su valor de forma exponencial. Eso sí, la riqueza no se transfiere nunca completamente al proletariado de la cadena de producción, los campesinos amapoleros. Para ellos, la rentabilidad viene con una permanente incertidumbre. Lejos de las explicaciones que describen mecanismos comerciales simples, predecibles y perfectamente transparentes, nuestro trabajo ilustra redes que viven en lo efímero, expuestas a constantes imposiciones, obstáculos y amenazas. De ahí que la fantástica rentabilidad del producto final - la heroína - tenga un impacto estructural casi nulo sobre las desigualdades, el rezago educativo, las discriminaciones, la criminalización o la falta de inversión por parte del Estado.
La importancia de lo legal para entender lo ilegal
No se puede entender el peso socio-económico de la amapola sin entender lo que implica, a ras de suelo, la ilegalidad de su cultivo. Generalmente, los estudios toman la cuestión de la ilegalidad como un hecho que no merece mayor discusión. En nuestro proyecto, usamos el término “ilegal” en su sentido más estricto: “que viola la ley”. Partiendo de ahí, se abren ejes de comprensión acerca de los efectos que tiene el desarrollo de una economía ilícita sobre las estructuras de poder, de clase, de producción, de movilidad social, de política, de familia, y de oportunidades de vida, entre muchas otras.
No existe una homogeneidad dentro de la economía de las drogas, tanto en precios, actores, épocas y espacios geográficos. Por eso la amapola es tan interesante : la misma flor, cultivada y explotada en lugares distintos, produce consecuencias económicas y sociales diametralmente diferentes en Guerrero, Sinaloa o Nayarit. Por ende, la amapola no existe. Lo que hay son fluctuaciones extremas que tienen que ver con factores sociales, económicos, territoriales y políticos.
Vemos entonces que las economías ilícitas no se desarrollan en un vacío económico o político.
Entonces, la economía de la amapola se tiene que analizar no solamente en las barrancas y en los montes donde crece la planta, sino también a partir de la dinámicas estructurales que conectan las ciudades, el mundo comercial legal y los actores empresariales indispensables para su funcionamiento. El dinero de la droga circula constantemente entre las montañas y las ciudades, como lo muestra el capítulo de Marcos Vizcarra, entre la sierra de Durango y la capital de Sinaloa, Culiacán.
En este caso, observamos que la ventaja comparativa de Sinaloa en el tráfico de drogas, por ejemplo, yace en el poder que tienen sus infraestructuras comerciales legales. El dinamismo y la competitividad, anclados en la economía lícita, son el mejor apoyo a las economías ilícitas. De ahí que el impacto de la crisis de la amapola no sea el mismo en Sinaloa que en Guerrero, un estado mucho menos competitivo económicamente. Analizar las infraestructuras comerciales resulta entonces esencial para entender la construcción del narcotráfico y sus evoluciones contemporáneas. Como lo dice Cecilia Farfán-Mendez en su entrega, “todo aquello que facilite el comercio legal, también lo hará para el ilegal”.
El Estado, la “adormidera social” y la resistencia
Finalmente, los cultivos ilícitos no pueden desarrollarse sin relaciones con el Estado. Las economías ilícitas no florecen en contra del Estado, sino en articulación con sus agentes; en adaptación a sus transformaciones; en colaboración y en conflicto con diferentes niveles de sus administraciones y agencias. En pocas palabras: el Estado es indispensable en el mantenimiento de las económicas ilícitas.
Lejos de observar la falta de Estado, revelamos más bien la desconfianza absoluta de los habitantes frente a las autoridades públicas, a pesar de sus interacciones constantes con ellas. Lo importante, entonces, es entender cualitativamente cómo están presentes las autoridades públicas.
Partiendo de la definición de la amapola como “adormidera”, consideramos que la planta funciona como una “adormidera social”: permite que zonas marginadas sobrevivan, mientras el Estado mantiene en lo mínimo sus funciones sociales, educativas o desarrollistas. Si los amapoleros tienen con qué sobrevivir, y además ese recurso proviene de un recurso ilegal, ¿para qué atenderlos más allá de lo represivo? Así se entiende mejor la gobernanza en los territorios emblemáticos de la guerra contra las drogas en México.
De ahí que los efectos sociales y culturales de la economía ilícita sean complejos. En el caso de las comunidades indígenas de Nayarit estudiadas por Nathaniel Morris, el cultivo de amapola rompe ciertos equilibrios comunitarios al mismo tiempo que favorece la reproducción de identidades étnicas, políticas y culturales. Esto ilustra la dialéctica entre la reconciliación y la resistencia, la “inclusión” y la autonomía, lo que nos ayuda a entender el carácter engañoso de la dicotomía entre “moderno” y “tradicional” cuando nos acercamos a los mercados ilegales.
En muchos aspectos, tanto en Nayarit como en la zona de La Montaña de Guerrero, forman parte de un conjunto más amplio de represión y discriminación en contra de las identidades indígenas de México. La amapola nos permite entonces contar historias ambivalentes de integración, convirtiéndose en el eco tanto de la “guerra contra las drogas” como de los programas de “desarrollo” cultural, económico y político.